Dios, el hombre y el amor

“Dios es amor”. ¿Quién no ha cantado este himno cuando era niño? Es una frase breve, fácil de recordar, sencilla, aunque al mismo tiempo importante, difícil de comprender y que desconcierta nuestro entendimiento. “Por eso la repito una vez más: Dios es amor“. ¿Qué significa esto?

Dios crea al hombre a su semejanza y le otorga en la creación un ámbito donde vivir para que desarrolle y dé forma a su existencia. A causa del pecado original, el hombre tuvo que abandonar la comunión divina que le ofrecía el paraíso. En el pecado original, sin embargo, el amor de Dios reaparece, porque promete a un Salvador (compárese con Gn. 3:7 ss.).

Amor por contrato

En el Antiguo Testamento el amor de Dios se muestra principalmente como amor al pueblo de Dios. Es un amor de libre elección, nadie tiene el derecho a él: el Señor nos ha aceptado y escogido, no por ser como dice la Biblia: “…más que todos los pueblos os ha querido Jehová y os ha escogido, pues vosotros erais el más insignificante de todos los pueblos; sino por cuanto Jehová os amó…” (Dt. 7:7-8). Para expresar lo incomprensible, en las escrituras comprendidas en la Biblia se realizan comparaciones como las siguientes: Dios ama a Israel igual que un esposo a su esposa (compárese con Os. 2:18), que un padre a su hijo (compárese con Os. 11:1; Dt. 14:1; 32:6) o que una madre a sus hijos (compárese con Is. 49:15; 66:13).

En contrapartida, el pueblo de Israel es exhortado a amar a Dios. Debes amar al Señor tu Dios de todo corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza (compárese con Dt. 7:9). Israel tiene un pacto con Dios. La palabra b’rit (en español: pacto, contrato) es un término jurídico; la exhortación de amar a Dios es una instrucción política de atenerse al pacto y de no quebrantar lo acordado en él.

Amor a los mandamientos

El amor de los israelitas a Dios se concreta en el cumplimiento de sus mandamientos (compárese con Dt. 10:12 s.), porque la ley mosaica es objeto contractual entre Dios e Israel. Simultáneamente, a quienes lo aman y cumplen su pacto, Dios les demuestra su fidelidad (compárese con Dt. 7:9), su protección (compárese con Jue. 5:31; Sal. 31:24; Sal. 145:20), su salvación (compárese con Sal. 91:14) y su misericordia (compárese con Éx. 20:6). Si el amor no se devuelve, éste se quita.

Si bien los mandamientos son una obligación, también son expresión del amor de Dios, ya que hacen posible una vida en libertad a quien los cumple. El amor al prójimo también se considera respuesta al amor divino. Primero fue determinante de la actitud de los israelitas entre ellos (compárese Lv. 19:1), aunque también el extranjero debe tener parte de él (compárese Éx. 23:9).

Donde hay amor, también hay envidia

La idea jurídica del amor de inmediato deriva en la metáfora del matrimonio entre Dios y su pueblo, la que ante todo en Oseas se formula con palabras drásticas: el profeta recrimina al pueblo la infidelidad, el adulterio y la fornicación (compárese con Os. 1 ss.). El mismo libro profético describe la envidia del hombre y la ira de Dios (compárese con Oseas 11:9 ss.) debido a la deslealtad de Israel.

Con la metáfora del amor, Oseas describe el amor de Dios exclusivo e intenso hacia su pueblo elegido, el que siempre es más grande que la ira. A pesar de la infidelidad, no repudia a Israel, sino que le promete salvación y le garantiza el amor y la fidelidad (compárese con Os. 14:5).

Jesucristo, el amor de Dios

La encarnación del Hijo de Dios tiene decididamente por efecto que se siga avanzando. Mientras que en el viejo pacto, Dios se manifiesta en la relación de amor exclusiva hacia el pueblo de Israel, en el nuevo pacto, en cambio, Jesucristo mismo se considera la manifestación del amor de Dios hacia los hombres (compárese Jn. 3:16).

Dios ya no está lejos ni es invisible, sino que el que ve a Jesús, ve a Dios (compárese con Jn. 14:9) La vida de Jesús en su dedicación a los pobres, débiles, proscritos y pecadores ofrece una imagen concreta del amor de Dios; en Jesucristo se puede experimentar el amor de Dios.

El doble mandamiento del amor

Jesús no revoca la idea del Antiguo Testamento sobre el amor entre Dios y su pueblo, sino que se refiere explícitamente a él: el amor a Dios es el mandamiento más grande. Jesús lo equipara (compárese con Mt. 22:39) con el mandamiento del amor al prójimo (compárese con Lv. 19:18), por lo que ambos también se conocen como doble mandamiento del amor. Con esta conexión a la Torá, Jesús confirma la tradición judía; se considera como el que fue enviado a los judíos.

Sin embargo, sana y hace milagros en no judíos (compárese con Mt. 8:5 ss.; Mt. 19:21 ss.). Por lo tanto, su amor ya remite a la expansión del amor excediendo al pueblo judío. En la parábola del buen samaritano (compárese con Lc. 10:25-37), Jesús universaliza el concepto del prójimo. En el sermón del monte, Jesús exige el amor al enemigo como una forma especial de amor al prójimo (compárese con Mt. 5:43-48).

Amor eterno

El amor de Dios en Cristo culmina en el mensaje de la cruz: Dios se coloca a la misma altura que el hombre; vive, ama, sufre y muere en la cruz. En lugar del amor exclusivo de Dios hacia su pueblo, ahora es sacrifico por amor al hombre, independientemente del pueblo al que pertenezca.

En virtud del sacrificio de Cristo, Pablo define el amor de Dios hacia el hombre como una relación eterna e indisoluble. Nada puede separar al hombre de Él (compárese con Ro. 8:38 s.). Es don de Dios, al que el hombre solamente puede responder con amor. Pablo considera esto como la mayor virtud cristiana que ensalza y describe en la oración sacerdotal del amor (compárese con 1 Co. 13).

Las convocatorias al amor del Nuevo Testamento son una exhortación a amar del mismo modo a Dios. El hombre debe amar, todo lo que se pueda. En 1 Juan 4 se desarrolla lisa y llanamente una teología del amor; Dios mismo es identificado con el amor: Dios es el amor; y quien permanezca en el amor, permanecerá en Dios y Dios en él (1 Jn. 4, extracto de 16).



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28.05.2018
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