La señal de la cruz: de lamentación a cántico de alabanza

Imaginémonos que existiese una congregación religiosa que se reúne regularmente en torno a un potro de tortura. En el centro de sus reuniones de recogimiento hay una silla eléctrica. Y de las paredes de las dependencias donde se reúnen cuelgan látigos.

¿Quién no dudaría de la salud espiritual de los seguidores de semejante culto? Lo mismo les pasaría a las personas que vivieron en tiempos de Jesús al entrar en la iglesia de los cristianos de hoy al verse confrontados con la cruz que se eleva por encima de todo.

El arma del terror

El rey Herodes el Grande había muerto. El tesorero romano Sabinus había saqueado el tesoro del templo. En el año 4 a. C. se desataron disturbios. El gobernador Varo no lo pensó mucho. Atravesó Jerusalén con dos legiones. Llevó a 2.000 judíos a la cruz.

Peor fue lo que sucedió en el año 70 d. C.: el procurador Gesio Floro había devastado el tesoro del templo. Los fanáticos judíos se habían sublevado. Y el poder del estado devolvió el golpe. Un millón de personas murieron en la conquista de Jerusalén por el posterior emperador Tito. La ciudad estaba rodeada por un bosque de cruces. Todos los días los romanos crucificaban a 500 personas o más. Pronto la madera se terminó.

Con cada aliento una tortura

Entonces las personas debían morir lo más lenta y dolorosamente posible: los brazos y las piernas fijados a un poste con vigas transversales. Los clavos atravesaban la muñeca o se clavaban entre el cúbito y el radio, a veces torciendo las palmas de la mano hacia la madera. Los pies a menudo eran clavados por el hueso del talón a los costados de la estaca.

El metal en las extremidades daña los nervios. Al elevarse y descender con cada respiración, nuevos dolores recorrían el cuerpo. La carga del peso muerto causaba dificultad para respirar y pánico por asfixia. La víctima sufría convulsiones, gangrena, ataques de fiebre y acumulación de líquido en las cavidades torácicas y abdominales.

Todo lo que prometía alivio solo significaba prolongar el sufrimiento. La esponja con agua o vinagre solo evitaba la deshidratación prematura. El pequeño reposapiés en el que la víctima podía descansar solo ayudaba a prevenir la asfixia prematura.

Lo contrario de la muerte

¿Y qué vemos como cristianos hoy aquí en esta cruz? No una tragedia, sino la salvación. No un instrumento de ejecución, sino la señal eterna de una justicia superior: el punto de inflexión en la historia del mundo, la victoria de los humildes, el vencer la muerte, la esperanza de la vida eterna, el amor de Dios, que da todo para salvar al hombre, a cada individuo.

¿Dónde más, desde tiempos inmemoriales, ha cambiado una señal en esta medida? Esto muestra la dimensión de la victoria que Jesucristo logró en la cruz. Él convirtió el memorial del tormento y del sufrimiento en un símbolo de amor y esperanza. Sus últimas palabras en la cruz ya lo indicaron.

De lamentación a alabanza

“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”. No, no es una exclamación de sentirse definitivamente abandonado por Dios. Es el comienzo del Salmo 22 que, aunque empieza como un lamento, se convierte en un cántico de alabanza: “De ti será mi alabanza en la gran congregación”.

Esto trae una esperanza cuyo cumplimiento no hay que esperar hasta la vida eterna, sino que ya es efectiva hoy: incluso la derrota más grande puede convertirse en victoria –con humildad y confianza en Dios– aunque en un nivel completamente diferente al que uno podría esperar.


En la imagen: La cruz de vidrio de la comunidad Dessau (Alemania), que cambia su color según la posición del sol. (Foto: Oliver Rütten)

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Andreas Rother
19.04.2019
cruz, Viernes Santo