No es omnisciente, pero seguro de su propia superioridad. No es omnipotente, pero emplea todo su poder para tener la razón y que los demás le den la razón. Así es como los seres humanos se tienden una trampa a sí mismos. Pablo muestra cómo salir de ella. Una carta para leer.
A veces se oye del altar una estrofa de un himno, no cantada, sino recitada. Algo muy similar les sucedió a los filipenses cuando el Apóstol Pablo les escribió la carta. Lo que hoy está para nosotros en los versículos 2:6-11, ellos lo conocían desde hace mucho: el himno cristológico, probablemente uno de los textos más antiguos de los primeros Servicios Divinos.
Pablo escribía desde la prisión, presumiblemente desde Éfeso, donde su actividad misionera se había interpuesto en la industria de los recuerdos del culto a Artemisa. Escribía a una iglesia que quería especialmente. Que hizo nacer con dolor. A la que pertenecían la poderosa mujer Lidia y el jefe de guardia de una antigua prisión.
Luz y sombra en Filipos
El Apóstol hablaba maravillas de los filipenses, de amor y a menudo de gozo, pero no escatimó en amonestaciones. Quería que la comunidad continuase brillando a lo lejos como una iglesia faro. Quería protegerla de los peligros externos y, con mucha perspicacia, de las amenazas internas.
Se trataba de la discordia en la comunidad, del egoísmo y el deseo de reconocimiento. Pablo incluso mencionó nombres: Evodia y Síntique, personalidades líderes, mujeres de reputación e influencia, posiblemente dirigentes de iglesias domésticas. Pero sus llamamientos se dirigían a toda la comunidad.
Más o menos divinidad
En el conocido himno presenta el ejemplo de Cristo: no solo que el Hijo de Dios se hizo hombre. Nunca se aferró a su divinidad ni se aprovechó de ella para sí mismo. Depuso completamente su divinidad y se hizo esclavo de la buena causa de Dios, el Padre. Así puede ser resumido literalmente el texto griego básico.
Pero, ¿qué tiene que ver esto con los seres humanos? Esta trampa de divinidad no se aplica a ellos en absoluto… ¡Claro que sí! Allí es donde falló Adán. No era suficiente para el arquetipo del hombre llegar a ser la imagen de Dios, sino que quiso hacer uso de la divinidad, y al final incluso perdió su cercanía con Dios.
El ser humano en la trampa
Esto también afecta a las personas de hoy. Puede que no seamos omniscientes, pero una cosa sabemos con certeza: ¡cuánta razón tenemos! Es imperativo que todos lo reconozcan. Puede que no seamos omnipotentes, pero hay una cosa que intentamos con todo nuestro poder: ¡que se nos dé la razón cuando nos han hecho algo injusto! Y todo el mundo debería reconocerlo. Así es como uno se aferra a la (supuesta) superioridad.
Tales trampas de la divinidad están especialmente en la vida de fe. Comienzan en la comunidad (“música no cristiana”, “no es una vestimenta de boda”, “no fui bien recibido”). Llegan a la Iglesia mundial (¿Ordenación de mujeres? “Tiene que ser” – “Nunca debe suceder”). Y no se detienen en la gloria eterna: Cuántos sellados creen que tienen un estatus especial en la nueva creación… El Apóstol Mayor dejó claro hace mucho que donde Dios “es todo en todos”, nadie puede estar más cerca, en un lugar mejor, más divino.
El coraje de servir
De esta manera, Pablo muestra en el himno cristológico no solo a los filipenses, sino también a las personas de hoy, la única verdadera solución: dejar de lado el propio provecho y el propio estatus, y entrar al servicio de la buena causa.
Ningún ser humano lo puede hacer en la medida en que lo hizo Jesús. Pero cada uno puede intentar lo suyo. “Todo me es lícito, pero no todo conviene”, brinda Pablo en otra carta (a los Corintios) el parámetro en el que todos se pueden medir antes de actuar. Y así, incluso después de miles de años, sigue siendo válido el llamado del profeta Amós: “Buscad lo bueno”.
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