Según estimaciones del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados, unos 30 millones de personas abandonan actualmente sus hogares debido a fenómenos meteorológicos extremos y catástrofes naturales. Los afectados son los más pobres, aquellos que dependían de la ayuda de los demás. Elías era un refugiado climático cuando se paró sin nada frente a alguien que tampoco tenía casi nada.
Conocí al hombre que podía hacer bajar fuego del cielo. Se presentó ante mí como un mendigo hambriento. El hambre y la necesidad eran enormes en aquella época. Aunque en Sarepta, cerca de Sidón, aún teníamos para beber, la persistente sequía ponía en peligro la cosecha. De todos modos, Baal, el dios del clima, solo enviaba lluvias en invierno, mientras que en verano el preciado rocío humedecía la tierra y proporcionaba a las plantas la humedad que tanto necesitaban. Y si la lluvia, o más bien el rocío, no se daban, siempre existía un gran riesgo de que se produjeran otros fenómenos meteorológicos adversos, como corrimientos de tierras o incendios forestales. Además, los recursos estaban escaseando, aumentaban los conflictos y crecía la pobreza.
Cuando el Dios al que se adora, calla
Así que no me encontraba en una buena situación cuando, de repente, el Dios de los israelitas me habló de que vendría alguien a quien tenía que mantener. Estaba a punto de recoger leña para preparar el último pan para mi hijo y para mí antes de que se agotaran todas nuestras provisiones y luego probablemente tuviéramos que dejarnos morir, cuando se presentó ante mí.
Cuando murió mi esposo, perdí todo apoyo social y económico. Sin medios para ganarme la vida, mi lugar estaba con los huérfanos y desconocidos al margen de la sociedad.
Reconocí por sus ropas y sus signos externos que era un profeta del Dios de los israelitas. Este Dios seguía siendo un extraño para mí. El hombre primero me pidió agua, un deseo que yo aún podía cumplir. Y cuando ya estaba yendo para traérsela, me volvió a llamar: “Te ruego que me traigas también un bocado de pan” (1 Reyes 17:11). Exactamente como había predicho su Dios. ¿Acaso no sabía que Baal, que también era el dios de la fertilidad, tampoco tenía poder aquí con nosotros en el país vecino? ¿No se daba cuenta de que yo era viuda y ya no podía permitirme la suba de los precios de los alimentos debido a la inflación? Yo quería compartir porque comprendía la necesidad del forastero, pero no podía, juraba por su Dios: “Vive Jehová tu Dios, que no tengo pan cocido; solamente un puñado de harina tengo en la tinaja, y un poco de aceite en una vasija; y ahora recogía dos leños, para entrar y prepararlo para mí y para mi hijo, para que lo comamos, y nos dejemos morir”.
Dios está con los pobres y los débiles
Su promesa no se hizo esperar: “No tengas temor” (1 Reyes 17:13). Quería que yo antes le cocinara algo. No me pidió mucho. Sin embargo, me di cuenta de que mis provisiones después se agotarían. No obstante, me pidió que pensara primero en él, el forastero, y luego en mí y en mi hijo. Me exigió un nivel de solidaridad casi intolerable. A cambio, me dio algo: la promesa en nombre de su Dios: “La harina de la tinaja no escaseará, ni el aceite de la vasija disminuirá, hasta el día en que Jehová haga llover sobre la faz de la tierra” (1 Reyes 17:14). Su Dios, no Baal, haría llover de nuevo.
Me planteó una decisión: ¿Debía confiar en este forastero y en su extraño Dios en esta situación que ponía en peligro mi vida? ¿No es Baal el dios que determina el clima? Sobre todo, ¿qué clase de promesa irreal es esa? Es imposible y va más allá de mi imaginación. Pero en realidad no tenía elección. Moriría tarde o temprano de todos modos. Tuviéramos o no esas comidas, ¿cuál era la diferencia? Hice lo que me dijo.
Un milagro
Resultó tal como Elías había prometido. Tomé harina de cebada barata ya molida y la mezclé con aceite de oliva. Había conseguido la leña para hacer un fuego típico: o bien en un agujero en el suelo, donde luego se cuece el pan plano, o bien poniendo un cuenco boca abajo directamente en el fuego, sobre el que luego se calienta el pan plano, o bien una piedra calentada en el fuego sirve de hornillo para cocer el pan.
Elías se mudó entonces conmigo y todos los días comíamos algo y yo iba conociendo cada vez mejor a su Dios.
Soy la viuda de Sarepta que se solidarizó con un refugiado climático y fue recompensada por Dios.
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