Una vez superado el cénit, las cosas van cuesta abajo. Al menos eso es lo que la sociedad nos transmite todo el tiempo. La publicidad nos dice que hay una fecha de caducidad para todo. Gracias a Dios que los asistentes espirituales no lo ven así. No es la edad lo que hace a una persona, sino lo que es.
El ser humano envejece, así es la vida. Y si no muere demasiado pronto, pasa por fases de la vida muy diferentes, desde la infancia hasta la vejez, con sus propias etapas individuales pero que pueden compararse entre sí. Los científicos que se ocupan de describir los efectos emocionales del envejecimiento lo explican mediante un modelo de tres fases:
Llega el otoño de la vida
Después de una vida laboral que en el mejor de los casos fue plena, llegará en algún momento la jubilación. Dichoso el que se ha preparado para ella. Esta primera fase suele comenzar con dejar actividades y compromisos anteriores. A menudo se trata de actividades muy apreciadas. El trabajo que es agradable no se percibe realmente como una carga. Y, de hecho, para algunas personas, la jubilación, que se supone que es un alivio, es una carga amenazante. Por eso, no en vano se dice a las personas que se hacen mayores que deben prepararse para su jubilación: desarrollar estrategias, buscar aficiones, poner en práctica deseos, fijar objetivos. Así, en circunstancias favorables, la liberación de la responsabilidad y el estrés se convierte en una alegría en lugar de una carga. La libertad recién ganada da lugar a un tiempo de ocio creativo. Este tipo de personas puede reconocerse, entre otras cosas, por el hecho de que no quiere aceptar la percepción de que ahora se cuenta entre los “adultos mayores”.
La persona se tranquiliza
Llega la segunda fase: Las actividades externas, la movilidad y la interacción social disminuyen gradualmente. La persona se vuelve más tranquila, más interiorizada, más silenciosa y, a veces, lamentablemente, más solitaria. Se programan citas médicas más frecuentes, uno se concentra más en hacer frente a la vida cotidiana. Las rutinas habituales, el “programa”, cambian: los viajes largos se vuelven más arduos o incluso se evitan, muchas actividades causan problemas, la cooperación disminuye. Es difícil aceptar que muchas de las actividades anteriores solo son posibles de forma limitada o no lo son en absoluto.
El mundo se hace más pequeño
“Mi casa es mi castillo”: en la tercera fase, el mundo suele reducirse al propio departamento o a la habitación de la residencia de ancianos. Los contactos personales se han reducido al mínimo, lo que también puede deberse a que los viejos amigos han muerto hace tiempo. Las enfermedades o las limitaciones físicas se imponen, el propio margen de maniobra se ve restringido –no pocas veces de golpe– y se depende del apoyo intensivo de otras personas. Ahora dominan otros pensamientos: se vislumbra la finitud de la vida y aumenta la preocupación por lo que está por venir. La familia es muy solicitada, un estrecho contacto con el asistente espiritual responsable resulta infinitamente apreciado. Especialmente ahora, en el límite entre la vida y la muerte, adquiere mayor importancia como persona de referencia que reconforta y abre perspectivas.
Construir sobre dos pilares
En todas las fases de la vida, ya sea al frente o en la retaguardia, hay dos pilares que soportan todo el peso de la interacción interpersonal: el aprecio y el apoyo. El aprecio, en particular, parece haber pasado de moda, es discreto, invisible, intangible. El aprecio no cuesta mucho, a menudo solo un par de buenas palabras, un poco de tiempo para la otra persona. Decirle a la otra persona lo importante que es no solo la hace sentir bien. Es una expresión de respeto y reconocimiento. ¡Extiende una alfombra roja a tu prójimo y seguro que te acepta a su lado!
También importante en la comunidad
Nosotros –la Iglesia– necesitamos a nuestros miembros mayores en la comunidad. Son guardianes de la tradición, garantes de la sabiduría y la experiencia vital. Dejar todo eso sin utilizar sería una negligencia y una tontería. La persona con futuro necesita el conocimiento del pasado para no cometer en el presente los mismos errores que las generaciones anteriores. Los que luchan por un mundo mejor deben aprender de los errores.
Por otra parte, los que nos preceden no deben actuar como maestros jefes que, completamente libres de autocrítica y perspicacia, piensan que lo han hecho todo bien. Se trata más bien de un intercambio: los mayores comparten sus experiencias y su sabiduría de vida, y reciben energía y ánimo de los más jóvenes. Sin duda, es más fácil decirlo que hacerlo y no funciona ni en la propia familia, y mucho menos en una comunidad. Pero vale la pena pensar en lo valioso que es escucharse, hablar con el otro en lugar de solo sobre el otro. Para la comunidad que tiene esto en cuenta, aunque sea en pequeña medida, se aplica el enunciado de la visión de la Iglesia Nueva Apostólica: Ser una Iglesia en la cual personas llenas del Espíritu Santo y de amor a Dios, se sientan bien y orienten su vida en el Evangelio de Jesucristo, preparándose para su retorno y la vida eterna.
Photo: Ljupco Smokovski