¿Aprender de un soñador temeroso? Una historia del siglo XVIII antes de Cristo brinda impulsos para el encuentro con Dios y la conducta en el Servicio Divino.
Israel, poco antes de medianoche. Jacob se acerca a hurtadillas a su padre, lo quiere engañar. Quiere apoderarse del derecho del primogénito, aunque en realidad no le corresponde. Su hermano mellizo Esaú se entera cuando ya es demasiado tarde. Los ánimos están cargados, se llega a una pelea familiar. Entonces interviene la madre y convence a su esposo para enviar a su impetuoso hijo menor a lo del hermano de ella en Harán. Allí tendrá que buscarse una mujer para la vida, lejos de su casa, pero dentro de la gran familia. Isaac da su okay, Jacob se va urgente. El tour de varios días hasta lo de su tío Labán se convierte al mismo tiempo en una huida de su hermano Esaú.
Jacob huye de Beerseba (en el sur de Israel) a Harán, en el noreste de la Mesopotamia, la actual Turquía. Tiene por delante 1.000 kilómetros, sin medios motorizados; los automóviles y los aviones recién se inventaron 3.600 años después. Después de su primer largo día de viaje, probablemente para estar a una gran distancia de su casa, llega a unos 100 kilómetros, al norte de Beerseba, al primer paraje en el que tomó un descanso.
Jacob pone una piedra debajo de su cabeza, dirige la mirada hacia el cielo y se duerme agotado y empieza a soñar. Ve una escalera que llegaba hasta el cielo o –como explican otras traducciones el término su(l)lam del texto hebreo– una rampa o escalera de mano. Jacob ve en la visión de su sueño ángeles que subían y descendían por la escalera. Bien en lo alto, en el cielo reconoce a Dios: «Y he aquí, Jehová estaba en lo alto de ella, el cual dijo: Yo soy Jehová, el Dios de Abraham tu padre, y el Dios de Isaac» (Génesis 28:12). Dios le promete al que se había hecho culpable ante su hermano, al que estaba huyendo, al que tenía miedo, su protección, su acompañamiento y su bendición.
Jacob experimenta la presencia de Dios, siente escalofríos. Y acepta lo que Dios le dice, es consciente de la promesa de Dios. También hoy hay lugares santos. Es el Servicio Divino, en el que Dios habla con los hombres y los bendice. Aquí se juntan el cielo y la tierra. Y también hoy depende de que el hombre se tome una breve pausa para experimentar la presencia divina. La presencia de Dios también hoy a veces sólo puede experimentarse cuando el hombre huye de la vida cotidiana y la tribulación. La introducción trinitaria al comienzo del Servicio Divino es una de esas señales para dejar atrás todo lo demás y dedicarse por completo al encuentro con Dios.
Jacob alza una piedra por señal y unge la piedra con aceite. Este maazebah era en la época veterotestamentaria una señal de recordación, un lugar de adoración de Dios. No se lo usaba inapropiadamente para adoración de los ídolos, sino para recordación. También hoy son importantes los recuerdos, las experiencias del hombre con Dios. El experimentar a Dios no se puede olvidar en la vida cotidiana llena de estrés por las otras miles de impresiones que se viven. Tiene que valer como una piedra de recordación. Los encuentros con Dios no pueden desvanecerse.
Jacob le da a ese lugar el nombre de Bet-el. Traducido significa ‘Casa de Dios’. También hoy se le puede dar al lugar santo un nombre audible, orientador. En la conversación con la hermana y el hermano, con el prójimo, el lugar santo puede adquirir un valor especial. No es un lugar como cualquier otro. Es más que el lugar de vacaciones más hermoso, más que estar en casa. El hombre lo tiene que entender por sí mismo y se puede mostrar en la conducta frente al otro.
Para que los lugares santos sigan siendo santos, para que los Servicios Divinos puedan ser experimentados y vividos como encuentros con Dios, son necesarios creyentes que defiendan un ejemplo auténtico, sincero y con mucho amor por esta valoración y santidad. Entonces resultará fácil a niños, jóvenes y también hermanas y hermanos reconocer y preservar la santidad, lo especial. No se trata (sólo) de una conducta cautelosa, respetuosa en y para con el edificio de la iglesia, sino ante todo en cómo se trata el Servicio Divino en sí.
La vinculación del cielo y la tierra no debe ser una vieja escalera destartalada, sino una rampa estable, firme y segura, que también brinde a las próximas generaciones refugio, cercanía de Dios y seguridad.
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