Solo tenía que decir las palabras apropiadas y su angustioso destino habría cambiado. Pero guardó un elocuente silencio y siguió su camino: viajando con Jesucristo por los silenciosos puntos de inflexión de sus días de sufrimiento.
Imagina que tienes que emprender un viaje realmente difícil y uno de tus mejores amigos te dice: “No, eso está descartado. Tenemos que impedirlo”. ¿Quién no querría dejarse detener por un amor protector?
¿Y Jesús? Reprende a su amigo Pedro: “Me eres tropiezo, porque no pones la mira en las cosas de Dios, sino en las de los hombres” (Mateo 16:23). Cristo no se deja amilanar. Tiene una misión. Y conoce el camino.
La meta a la vista
Es más, incluso pone en marcha el curso decisivo de la historia del mundo. En la Última Cena, ve lo que ocurre con Judas. ¿Qué fácil habría sido para Jesús, que resucita a los muertos y hace ver a los ciegos, hacer volver al traidor al camino “correcto”? Pero Jesús elige las palabras que, en última instancia, sirven para todos: “Lo que vas a hacer, hazlo más pronto” (Juan 13:27)
En el último encuentro con Judas, el acalorado Pedro recibe otra reprimenda: “Mete tu espada en la vaina” (Juan 18:11), dice Jesús. Es dueño de la situación: “¿Acaso piensas que no puedo ahora orar a mi Padre, y que él no me daría más de doce legiones de ángeles?” (Mateo 26:53). Pero se abstiene de dejarse salvar, en aras de su objetivo: “La copa que el Padre me ha dado, ¿no la he de beber?” (Juan 18:11).
Juicios sin dirección
Y luego está esta proverbial odisea de Poncio a Pilato, el juego de culpas de los tres jueces evasivos: ¿Con qué facilidad podría un acusado haberse aprovechado de sus titubeos y vacilaciones?
El sumo sacerdote Caifás y sus consejeros pueden dictar sentencia, pero no ejecutarla. Poncio Pilato, el gobernante, puede ejecutar la sentencia, pero no puede juzgar: “Ningún delito hallo en este hombre” (Lucas 23:4). Y el gobernante regional Herodes Antipas incluso simpatiza con él: tenía muchas ganas de ver a Jesús y “hacía tiempo que deseaba verle; porque había oído muchas cosas acerca de él, y esperaba verle hacer alguna señal” (Lucas 23:8).
El juicio pronunciado por Él mismo
Con su silencio ante la acusación, Cristo expone inicialmente la impotencia de los poderosos. Tanto ante el concilio (“¿No respondes nada?” – Marcos 14:60) como ante Herodes (“Y le hacía muchas preguntas, pero él nada le respondió” – Lucas 23:9) o Pilato (“¿A mí no me hablas?” – Juan 19:10).
Pero cuando Jesús habla, hace el juicio él mismo –y contra sí mismo–: “¿Eres tú el Cristo, el Hijo del Bendito? Y Jesús le dijo: Yo soy” (Marcos 14:61-62). Y: “¿Eres tú el Rey de los judíos? Respondiendo él, le dijo: Tú lo dices” (Marcos 15:2).
Estos eran ellos, los silenciosos puntos de inflexión. Pero aquí el camino conduce directamente a la cruz.
Dada y no tomada
El episodio en el que Pilato muestra sus músculos de gobernante (Juan 19:10-11) evidencia la confianza con la que Jesús sigue su propio camino: “¿No sabes que tengo autoridad para crucificarte, y que tengo autoridad para soltarte?”. La respuesta del Hijo de Dios: “Ninguna autoridad tendrías contra mí, si no te fuese dada de arriba”.
Todas las etapas de este viaje confirman lo que Cristo deja claro en Juan 10:18: Nadie le quita la vida, sino que Él de sí mismo la pone. ¿Y por qué? La respuesta es sencilla: “Con amor eterno te he amado” (Jeremías 31:3). Aunque tú, querido lector, no lo sientas en tu vida o tal vez ni siquiera lo creas: Dios siempre te ha amado. Este día, Viernes Santo, da testimonio de ello como ningún otro día.
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