«No sólo creemos que Dios nos ama, sino que también lo experimentamos», escribe el Apóstol de Distrito Andrew H. Andersen (Australia). Un impulso para prestar atención y reflexionar. El desvelo divino lo debe experimentar cada uno por sí mismo.
Como seres humanos no es imposible entender al gran Dios, el Creador de todas las cosas. Ya sólo el imaginarse cómo creó todo lo que nos rodea, supera nuestras capacidades humanas. Y si luego como mortales además pensamos en que un ser todopoderoso nos brinda la oportunidad de ser sus hijos, se ocupa de nosotros y nos brinda la posibilidad de estar por toda la eternidad junto con Él, seguramente nos preguntaremos cómo algo así puede ser posible. Pero como sus hijos sabemos que es exactamente así. Él se ocupa de todos y cada uno, y tiene un corazón abierto para todos, sea lo que fueren. Esto ya lo dejó claro el Apóstol Pedro cuando predicó en la casa de Cornelio (Hechos 10:34-35).
Dios, nuestro Padre, se ocupa de todos
No sólo creemos que Dios nos ama, sino que también lo experimentamos. Aunque podemos contar a otros que Dios también se ocupa de ellos. Incluso les podemos hacer referencia a la Biblia para fundamentar lo que decimos. Pero los efectos del desvelo de Dios en ellos, es algo que ellos mismos tienen que experimentar. No les podemos ayudar en esto. Su ayuda viene en formas muy diferentes. Y para cada uno la ayuda es a su medida. Además, la ayuda de Dios no se limita a las necesidades terrenas o solamente al amparo angelical. Es universal y plena.
Recuerdo muy vivamente una situación en la que tomé conciencia realmente de cuán grandioso es Dios al ocuparse de todo en su creación. Poco después de mi ordenación como Apóstol de Distrito efectué una visita inaugural a todos los países que pertenecen a nuestro distrito. Uno de ellos es un pequeñísimo estado insular en el enorme Pacífico. La isla es tan pequeña que la única calle de la isla tuvo que ser cerrada para que el avión pudiese aterrizar. Yo no tenía ni idea de todo esto. La calle –de un solo carril– tiene ocho kilómetros de largo. Cuando uno la recorre, ve de un lado el océano y del otro lado, casas cuya parte posterior también da al océano. Tan angosto es este país. Tiene una superficie de un total de sólo 26 kilómetros cuadrados. Lo que me impresionó profundamente fue que en esta isla tan diminuta y tan distante exista una comunidad con hijos de Dios, que fueron escogidos por gracia igual que nosotros. Esta vivencia, como muchas otras, todavía reverbera en mí impulsándome una y otra vez a agradecer y alabar a Dios nuestro Padre.
Foto: NAC Australia