Más de siete mil millones de personas en todo el mundo pueden leer la Biblia en su lengua materna. Ha sido un largo camino hasta lograrlo, pero aún no ha terminado. Breve historia de la traducción de la Biblia con motivo del Día Internacional de la Lengua Materna, el 21 de febrero.
En arche en ho logos: en el principio era el Verbo. “Ya aquí tengo que pararme. ¿Quién me ayudará para ir más lejos?”. Así es como Goethe hace que su Dr. Fausto tropiece con el Evangelio de Juan. En el principio era el espíritu, la fuerza, la acción. Tres intentos después se da por satisfecho. No es el primero ni el último que lucha con la traducción de la Biblia.
Cómo Moisés llegó a tener cuernos
El hebreo, el griego y un poco de arameo, son las lenguas madre de la Sagrada Escritura. Pero tienen sus trampas. El hebreo bíblico, por ejemplo, se escribe sin vocales. Y si uno se equivoca al leer, el Moisés “radiante” se convierte en un Moisés “con cuernos”, como en la escultura de Miguel Ángel en la iglesia de “San Pietro in Vincoli” de Roma.
El griego bíblico no es la lengua de alto nivel de Platón y compañía, sino un antiguo dialecto cotidiano, comúnmente llamado koiné, que los contemporáneos también llamaban lengua de marineros. También en este caso no es fácil para el traductor: “agape tou theou” puede significar tanto “Dios nos ama” como “nosotros amamos a Dios”. Entonces depende realmente del contexto.
La leyenda de los 72
Las traducciones de la Biblia son casi tan antiguas como la propia Sagrada Escritura. La madre de todas estas obras surgió cuando el judaísmo, tras la caída de su reino, se extendió principalmente a Egipto y Asia Menor, donde adoptaron el griego como lengua estándar.
“Septuaginta” es el nombre de esta traducción del Antiguo Testamento: “setenta”. El nombre se remonta a la leyenda de su origen: según la misma, a Ptolomeo II solo le faltaba un libro en la biblioteca de Alejandría. Así que mandó llamar a 72 eruditos judíos para que tradujeran su Sagrada Escritura al griego.
Un nuevo comienzo directamente de las fuentes
Esta traducción era la Biblia de los primeros cristianos, al menos en el Mediterráneo oriental. Sin embargo, en el norte de África y en el Occidente romano se hablaba menos griego que latín. Así surgieron las primeras traducciones al latín, que el Padre de la Iglesia Jerónimo recogió, tamizó y revisó en la “Vulgata” (“divulgada”), la traducción bíblica dominante durante más de un milenio.
Las lenguas originales recién volvieron a cobrar protagonismo con el Renacimiento y la Reforma. “Ad fontes”: volver “a las fuentes”. Este era el grito de guerra de humanistas como Erasmo de Rotterdam. Y pronto surgieron las traducciones vernáculas, tal como las conocemos hoy. Tyndale, Lutero, Olivetan y Reina fueron los nombres de los pioneros autorizados de las ediciones en inglés, alemán, francés y español.
De allí y entonces a aquí y ahora
Salvar miles de años y kilómetros de diferencias culturales es un reto único. Primero hay que aprender a entender lo que quieren decir los Proverbios de Salomón con guardar las palabras de los sabios en el vientre, es decir, memorizarlas. O lo que dice el Evangelio de Lucas cuando Dios levanta un cuerno de salvación, es decir, que envía un poderoso Salvador.
Y entonces hay que encontrar primero los términos apropiados en la respectiva lengua materna o incluso inventarlos. Esto no siempre funciona tan bien como con el pueblo kanite de Nueva Guinea. Allí tienen la Yofa, una cruz de madera que el líder coloca entre los grupos enfrentados para que haya paz.
Hoy en día, la Biblia está traducida completamente a más de 700 idiomas y parcialmente a unos 2.600. Todavía faltan casi 4.000 lenguas. Mientras tanto, los científicos siguen estudiando: para entender las lenguas bíblicas, para comprender el mundo vital correspondiente y analizar los métodos de traducción. Como dijo Goethe en una ocasión: “Estoy convencido de que la Biblia se vuelve más bella cuanto más se la entiende”.
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