Los seres humanos son humanos y tienen errores y debilidades. Punto. Esto se aplica a todos. Sin embargo, a los cristianos creyentes también se los llama «comunión de los santos». ¿Es coherente esto?
La Confesión de fe apostólica (también llamada «Apostolicum» es una Confesión de fe de la Iglesia antigua. Habla de la Trinidad Divina, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Allí dice: «Creo en el Espíritu Santo, la Santa Iglesia universal [católica], la comunión de los santos».
La «comunión de los santos» es al mismo tiempo la «comunión de los creyentes», pues ambas van juntas: el nombre y el obrar. En torno a este concepto girarán las prédicas en los Servicios Divinos nuevoapostólicos del mes de septiembre. La «comunión de los creyentes» no es cualquier otra persona, se refiere a mí. Pablo habla en su epístola a los Efesios del «nuevo hombre», haciendo referencia al cristiano creyente dedicado al seguimiento a Jesucristo. Para él el Hijo de Dios es el parámetro, el principio y el final, la orientación. Quiere ser su mensajero. Y si Jesucristo dijo que su reino no es de este mundo, el seguidor de Cristo de hoy también quiere aspirar el reino eterno y no dejarse atar por la vida material.
No solo un nombre, sino una misión
Ahora se plantea, justificadamente, la pregunta: ¿Somos nosotros la «comunión de los creyentes»? ¿Vivimos así nosotros? Ser «santo» en este sentido no es un mero título de honor, nada de laureles en los que uno puede sentirse relajado. No se trata de una exigencia desmedida o de caer en algo que no me pertenece, es, por el contrario, una misión que quiere que se la llene de vida: «Creo en…» (Apostolicum).
Esta «comunión de los creyentes» solo existe como un grupo. Los santos de Dios no son solistas, solitarios, piezas únicas. Juntos son «santos», porque los une el hecho de haber sido lavados, santificados y justificados por Jesucristo (1 Corintios 6:11) y no por sus propios esfuerzos. Es para estos «santos pecadores» la promesa de que la gracia de Dios es mayor que el pecado humano. El que lo toma en serio asume su responsabilidad por su vida personal y por su vida en la comunidad. «Creo en…» (Confesión de Nicea-Constantinopla).
Comunión en la oración
¿Cómo realizarlo? Ya en aquel entonces el lema de los cristianos de Jerusalén era: «Y perseveraban en la doctrina de los apóstoles, en la comunión unos con otros, en el partimiento del pan y en las oraciones» (Hechos 2:42). Estas son las características especiales que distinguen a la «comunión de los creyentes».
Tomemos la oración. ¿Es hueca, es formal? No, es mucho más: distingue a la comunión de los cristianos. En ella queda clara su entrega a Dios, su deseo de hablarle a Dios y de escucharlo. La oración, sea pública en la Iglesia o privada, siempre es agradecimiento, alabanza y adoración. Forma parte de la adoración a Dios, entre otros elementos, la preocupación por la salvación y la vida de los demás y por la preservación de la creación. «Venid, adoremos y postrémonos; arrodillémonos delante de Jehová nuestro Hacedor. Porque él es nuestro Dios; nosotros el pueblo de su prado, y ovejas de su mano. Si oyereis hoy su voz» (Salmos 95:6-7). En la antigüedad, postrarse o arrodillarse eran señales de reverencia y respeto. Dios es el que gobierna, a Él rendimos honra.
Comunión en el Sacramento
Tomemos la Santa Cena. ¿Es una costumbre o solo una parte de la liturgia? No, es mucho más: une, unifica, es necesaria para la salvación. Recibimos el don y la promesa de Dios con fe y entonces despliega en nosotros su eficacia como Sacramento. El participar en la Santa Cena caracteriza nuestra confesión al Señor: Quienes la celebran, confiesan unos ante otros y ante el mundo su fe en Jesucristo, su sacrificio, su resurrección y su retorno: «Así, pues, todas las veces que comiereis este pan, y bebiereis esta copa, la muerte del Señor anunciáis hasta que él venga» (1 Corintios 11:26).
Con esta confesión surgen la fe y la esperanza en la vida del cristiano. Como Dios cumple sus promesas, un cristiano tiene «segura y firma ancla del alma» para su esperanza futura (Hebreos 6:18-20).
Metro original para nuestra fe
Las Confesiones de fe de la Iglesia antigua, el Apostolicum y la Confesión de Nicea-Constantinopla (ver Catecismo de la Iglesia Nueva Apostólica, apéndice del Catecismo), son el metro original en el que los cristianos pueden medir cómo aplican su fe. En los Servicios Divinos dominicales de septiembre se desarrollan contenidos esenciales de las mismas.
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