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Un artículo de Navidad que no escribí

24 12 2025

Autor: Simon Heiniger

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Una estrella, un establo, pastores, ángeles… y un bebé llorando en la sala de estar. Este año, la Navidad no se explica, se vive. Un artículo de Navidad diferente.

Lo volví a hacer: guardé una tarea pendiente en el cajón “para más tarde” y, al instante, la olvidé. Tenía que escribir un artículo sobre la Navidad. Ahora es fin de semana, la pantalla está encendida, el tiempo apremia y me quedo mirando una página en blanco.

Pienso en mi anterior profesión en el mundo de los medios de comunicación y la publicidad, con la presión de entregar lo más rápido posible. El Adviento era temporada alta, no para la calma, sino para el consumo. Y había que impulsarlo: generar campañas espontáneas, calmar a los clientes asustados y cerrar acuerdos justo antes de fin de año, como si el mundo dependiera de ello.

Hoy en día, sacudo la cabeza ante ese modo de actuar. ¿Cómo se puede correr tanto impulsado por el tiempo? Y, sin embargo, sacudir la cabeza no me lleva a ninguna parte: el cursor parpadea en la página en blanco, como si dijera: “Vamos. Un poco de Belén siempre viene bien: una estrella arriba, paja debajo y a empezar…”.

Rendir: en todas partes, incluso en la fe

Quizás ese sea el quid de la cuestión: esa sensación de tener que rendir, en el trabajo, en la vida cotidiana, a veces incluso en la fe. Como cristiano, es fácil caer en la trampa: si hago lo suficiente, oro lo suficiente, hago lo correcto, entonces… sí, ¿entonces qué?

Convertimos el amor al prójimo en un proyecto: lista de tareas, plazos, al final una marca interna. Y a veces me doy cuenta de que no se trata solo de los demás, sino también de probar yo ser un “buen cristiano”. Pero ese es precisamente el error de razonamiento: la gracia no es una recompensa por los logros y la devoción. La Biblia lo dice claramente: “Por gracia sois salvos… no por obras” (Efesios 2:8-9). Y aún más claro: “No por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia” (Tito 3:5).

Y, sin embargo, conocemos el patrón: hacer, entregar, marcar. Da seguridad, pero inquieta, porque convierte la gracia en una factura, en lugar de tomarla como un regalo.

En medio de mis pensamientos, oigo un pitido, como una advertencia. Luego se convierte en un chillido que ya conozco bien: despierto, impaciente, con determinación.

La eficiencia fracasa con los bebés

El chillido lo identifico rápidamente: nuestro bebé se hace oír desde la cuna. Por supuesto. Cierro la notebook, voy a la sala de estar y me inclino sobre él. Allí está esa carita con aire ofendido, con el ceño fruncido y la mirada severa. El mensaje es claro: “Papá, así no”. Bien, ¿qué pasa esta vez? ¿Pañal lleno? ¿Hambre? ¿Le duele algo?

Lo levanto bien alto en el aire. Y el estado de ánimo cambia de repente. Primero, un breve asombro; luego, su mejor sonrisa. Pura felicidad. Nada de “porque tú…”, nada de “si tú…”. Simplemente alegría porque hay cercanía.

Lo llevo en brazos por la casa. Me sonríe radiante y está completamente tranquilo. Luego lo vuelvo a acostar en la cuna para poder “por fin” seguir con el artículo. Su expresión cambia de inmediato: gruesas lágrimas ruedan por sus mejillas, su labio inferior tiembla, las comisuras de sus labios se curvan hacia abajo, un drama a cámara lenta.

Así que lo levanto de nuevo. Me siento en el sofá con él en mis brazos. Después de unas cuantas respiraciones, se calma y vuelve la satisfacción. Lo que necesita no es la solución perfecta, ni una caja de música, ni su peluche favorito. Necesita cercanía.

“Jesús no era tan exigente cuando era bebé”, le digo. Nuestro hijo se ríe, como si supiera más. Y me imagino cómo se sentían María y José: con un niño que llora, que quiere que lo levanten, que necesita cercanía, en medio de una realidad estrecha y sencilla. Dios se hace humano. No grande. No fuerte. Sino pequeño. Como un bebé.

Jesús no comienza con una acción, sino como cualquier ser humano, con una respiración. Al principio simplemente estaba allí. Un sonido suave. Un cuerpo que necesita calor. Llegan los pastores, más tarde los Reyes Magos, no porque el niño ya haya “aportado” algo, sino porque Dios se muestra y las personas se deciden a seguirlo.

Lo especial no es un logro, sino su presencia. El simple hecho de que esté allí lo cambia todo. El establo se convierte en el lugar donde habita Dios, y Belén en el comienzo de una nueva historia.

Pequeño gran amor

Jesús comienza como un bebé. Esta imagen es más que conmovedora: es la primera lección. La relación no es un medio para alcanzar un fin. La cercanía no es una recompensa. La cercanía es vida. Y Dios viene para estar presente.

Más tarde, Jesús aprenderá muchas cosas: a hablar, a caminar, a trabajar; tal vez incluso el oficio de albañil, como José. Conocerá a personas, las escuchará, las consolará, les dará esperanza. ¿Su “logro”? En esencia: estar presente, hasta el extremo.

Y, de repente, mi propia presión por rendir parece insignificante. La Navidad nos recuerda que el amor de Dios no llega solo cuando cumplimos. Se hace tangible precisamente cuando no podemos cumplir, cuando nos falta la fuerza, cuando somos imperfectos. Solo tenemos que generar espacio.

Un bebé nos enseña el ritmo de la paciencia o, dicho de otro modo, nos obliga a desacelerar. No se lo puede calmar “eficazmente”. Eso se aprende rápido. El amor aquí no es productivo, sino presente.

Al final, casi tengo la sensación de que ese pequeño bulto en mis brazos me abraza y me sostiene. Hay más amor del que yo me atrevo a creer: paciencia, ternura, una palabra amable, paz profunda. No es algo que se entrene. Es más bien una fuente que brota tan pronto como surge la cercanía. Y me doy cuenta de que lo mejor de mí no se mide por mis logros. Surge de la relación, del simple y silencioso “heme aquí”.

Quien sigue a Cristo puede empezar con el bebé en el pesebre: allí donde los seres humanos no optimizamos, sino que vemos su mera existencia como un regalo. Donde nos aceptamos, nos apoyamos y nos valoramos unos a otros, sin propósito alguno, simplemente por amor.

Aplazo el artículo un año. La Navidad no necesita frases perfectas, sino brazos abiertos. Y esta cercanía ahora, si el cielo tiene gusto a algo, es precisamente a eso.

24 12 2025

Autor: Simon Heiniger

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