Leer la Biblia no es una búsqueda del tesoro, sino un maravilloso viaje de descubrimiento, con Cristo como luz y el Espíritu Santo como compañero de viaje.
“Los misterios son verdades divinas que escapan al entendimiento humano”, así lo expresó una vez el Apóstol Mayor Jean-Luc Schneider. En la epístola a los Efesios, Pablo pide que se interceda por él para poder anunciar con denuedo el misterio del Evangelio (Efesios 6:19). Jesús mismo habla a sus discípulos de los misterios del reino de Dios, a los que aún no todos tienen acceso (Marcos 4:11). Ya las antiguas Escrituras tratan este tema: “Verdaderamente tú eres Dios que te encubres” (Isaías 45:15) y, sin embargo, “hay un Dios en los cielos, el cual revela los misterios” (Daniel 2:28).
Cuando cae el velo
Un Dios que se revela, pero que permanece encubierto. Solo se reveló a los profetas, de forma limitada y durante un tiempo determinado. Pero esta estrecha rendija se convirtió en una puerta abierta: lo que Dios antes solo insinuaba, lo reveló en Cristo, de manera ejemplar y visible en el santuario. Lo más sagrado del templo permaneció encubierto hasta que el velo se rasgó con la muerte de Jesús (Mateo 27:51). Lo que estaba oculto tras la tela se abrió con Cristo: el acceso a la salvación para todos, no como un enigma, sino como un misterio revelado. En Jesucristo, el Prometido del Antiguo Testamento y el Testimonio del Nuevo Testamento, se concentra la revelación de Dios, escrita en la Sagrada Escritura.
¿Cómo da testimonio Jesús en la Sagrada Escritura de esta revelación? No es fácil. “La luz vino a este mundo, y el mundo no la reconoció” (cf. Juan 1:9-11). A menudo ni siquiera los discípulos lo entendían: preguntas, malentendidos, indicaciones mal interpretadas (cf. Marcos 8:17-21; Lucas 18:34). Aquí radica la tensión: historia y misterio. Jesús actúa de manera visible en el espacio y el tiempo, pero no se trata solo de datos y acontecimientos, sino de significado y orientación. “El misterio de Dios el Padre, y de Cristo” (Colosenses 2:2) y, al mismo tiempo, “el camino, y la verdad, y la vida” (Juan 14:6). ¿Cómo encaja todo esto? La Escritura mantiene unidos ambos aspectos, razón suficiente para abrirla y leerla.
El ministerio, el Espíritu y el acceso personal a la Biblia
Sí, los Apóstoles son “administradores de los misterios de Dios” (1 Corintios 4:1). Ellos proclaman el Evangelio e interpretan la Escritura. El Catecismo de la Iglesia Nueva Apostólica subraya: el Espíritu Santo es un requisito previo para la Iglesia; Él convierte el servicio humano en realidad divina. Y Jesús promete el Espíritu de verdad, que nos “guiará a toda la verdad” (Juan 16:13).
Sin embargo, se motiva su uso personal (Catecismo INA 1.2.5.3). La Sagrada Escritura no es solo la base del Servicio Divino, sino también consuelo, esperanza y guía en la vida cotidiana, testimonio de la fe. Al mismo tiempo, queda claro que la verdad de Dios no se inventa, sino que se revela. “Mis pensamientos son más altos que vuestros pensamientos” (cf. Isaías 55:8-9). Por eso Pablo dice que algunas cosas solo las “vemos por espejo, oscuramente” (1 Corintios 13:12), pero lo suficiente para ponernos en camino.
No en la reflexión silenciosa
La historia de Emaús muestra cómo sucede: dos discípulos van por el camino. Transitan por el polvo y sus pensamientos están llenos de decepción, hablan de “todas aquellas cosas que habían acontecido”. Jesús se une a ellos sin ser reconocido. Escucha, pregunta y luego comienza a hablar de “Moisés, y siguiendo por todos los profetas”. Solo más tarde se dan cuenta: “¿No ardía nuestro corazón en nosotros, mientras nos hablaba en el camino, y cuando nos abría las Escrituras?” (Lucas 24:13-35). Cristo es la clave, como enseña también el Catecismo: La Sagrada Escritura se entiende a partir de la persona de Jesús; ella apunta a su Evangelio.
Palabra y pan, comunión en la mesa
Y esta escena muestra algo más: el reconocimiento se produce al escuchar y al comer. Cuando Jesús entra a quedarse con ellos, comparte la mesa y parte el pan, se les caen las vendas de los ojos. Así queda claro que la fe no crece solo en la reflexión silenciosa, sino en la comunión de los creyentes, en la Iglesia, en los Sacramentos. Allí, Cristo une las palabras y los signos, el corazón y el entendimiento, y convierte los caminos propios en un camino en comunión con Él.
La bendición está en que no solo el portador de ministerio esté preparado, sino que se encuentre con una comunidad abierta y en búsqueda: quien lee antes, pregunta, ora, escucha más profundamente y la prédica puede conectar más. Y así, la Escritura no solo encuentra su lugar en el altar, sino que también quiere estar en la mesa de la cocina. ¿Por qué esperar? Hoy mismo: lee un capítulo, pronuncia una oración, busca la próxima comunión en el Servicio Divino y deja que tu corazón vuelva a arder.
Foto: generada por IA