Servir y reinar con Cristo. La primera mitad del lema del año se refiere al prójimo, la segunda ciertamente no. Aquello que hay que gobernar se explica por la caída del tercer ser humano. Una mirada actual a un hecho primitivo.
Lleno de ira y envidia, el semblante de Caín decae. Su hermano Abel y él querían dar gloria a Dios. Mientras que la ofrenda de su hermano fue vista con agrado, Caín experimentó el rechazo. La injusticia que percibió condujo al conocido fratricidio descrito en Génesis 4.
Antes de que Caín matase a su hermano, Dios se dirigió a él personalmente y le advirtió: “¿Por qué ha decaído tu semblante? (…) Y si no hicieres bien, el pecado está a la puerta; con todo esto, a ti será su deseo, y tú te enseñorearás de él”.
Esta advertencia, sin embargo, perdió su eficacia. ¿Cómo podría Caín tomar en serio la advertencia después de haber sido tan obviamente tratado con injusticia y rechazado por Dios? En lugar de enfrentarse a su frustración, Caín eligió el camino del pecado. Castigar a Dios no era posible, buscar la causa en sí mismo resultaba demasiado incómodo. Y así Caín decidió asesinar a su hermano.
La competencia estimula los negocios
La rivalidad y la competencia forman parte de la vida cotidiana del ser humano, tanto como el profundo amor fraternal. Mientras que en los negocios la competencia sana conduce al crecimiento, a precios bajos y a una mayor calidad, en las relaciones interpersonales, como en el ejemplo bíblico, suelen surgir la envidia y el egoísmo. “¿Por qué otros tienen más, son más ricos, más felices? La primera reacción es no querer que el otro disfrute de ello”, afirmó el Apóstol Mayor Jean-Luc Schneider.
Para muchas personas, el éxito de los demás es difícil de soportar. En el mejor de los casos, se habla mal de ese éxito, o tal vez se intenta destruirlo. Difamación en lugar de fratricidio, en un intento de querer parecer más grande que el prójimo.
Atrapados en la trampa del egoísmo
Por naturaleza, los seres humanos no están diseñados para competir, sino para cooperar. El miedo a ser olvidado y pasado por alto, a no obtener lo suficiente, a experimentar la injusticia y a quedarse solo, conduce a un hábito que se aprende rápidamente: el egoísmo. La presión por rendir en el mercado laboral, la lucha por llamar la atención en una época de cambios vertiginosos y las propias inseguridades dibujan la imagen de una persona en permanente modo de crisis.
Esto hace cada vez más difícil superar el egoísmo. E incluso lo empeora. Como la derrota amenaza constantemente, se desarrolla un agresivo clima de desconfianza. Y esto conduce, como en el caso de Caín, a la indiferencia por el destino de los demás: “¿Soy yo acaso guarda de mi hermano?”. Se abren distancias casi insalvables en lo interpersonal. Quien encuentra que los demás no cooperan, no renunciará ni siquiera a la lucha egoísta por su propio bien.
En presencia de Dios, no hay necesidad de luchar frenéticamente por los propios derechos. Con Cristo, se puede reconocer el valor propio y el de los demás seres humanos. Pues nunca una persona es más valiosa para los demás que cuando ella los sirve en Jesús.
Dominar el pecado con Cristo
Solo con Dios se pueden romper los llamados círculos viciosos y desechar más de un rasgo de mal carácter. Solo con Jesús se puede dominar el pecado. Solo la dependencia del ser humano de Cristo aporta seguridad: Dios vence el pecado en lugar de hacerlo el ser humano.
Sin embargo, el pecado debe tomarse en serio, y para ello se requiere tomar conciencia del pecado. Menospreciar el pecado o incluso pasarlo por alto es contraproducente. Como Caín, cada ser humano se enfrenta a la elección varias veces al día: tomarse en serio el pecado y afrontarlo en una confrontación personal, o ceder a él movido por la envidia y la frustración.
El amor de Jesús no divide, sino que une a los seres humanos. Su gracia levanta después de cada derrota y su sabiduría ayuda a aprender de los errores. De este modo, con Cristo cada persona puede llegar a ser dueña de sus propios pensamientos y acciones.
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