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1.700 años de Nicea: el concilio

14 04 2025

Autor: Dr. Reinhard Kiefer

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El primer concilio ecuménico de la historia de la Iglesia escribe la historia del mundo y aclara la disputa sobre la verdadera naturaleza de Jesucristo, la cuestión fundamental de la fe. Segunda parte de la serie.

Las disputas teológicas de las primeras décadas del siglo III están vinculadas a dos personas: Arrio y Atanasio.  Ambos estaban activos en la ciudad egipcia de Alejandría, en el Mediterráneo oriental, donde la filosofía griega, el pensamiento judío y la teología cristiana se enfrentaban y fertilizaban mutuamente.  

Los adversarios: Arrio y Atanasio 

Las ideas de Arrio –en gran medida idénticas al subordinacionismo (el Hijo es una criatura y está subordinado al Padre)– fueron ciertamente aceptadas por muchos clérigos. Pero ya en el año 318 hubo disputas entre Arrio y el obispo Alejandro sobre la naturaleza del Hijo. Alejandro llegó a convocar un sínodo en Alejandría en el que se condenaron como herejía las posturas de Arrio. 

La carta que contenía esta condena fue escrita probablemente por el entonces diácono Atanasio, que más tarde fue asesor teológico del obispo Alejandro en el concilio de Nicea. Sin embargo, la condena de Arrio no fue el final de la disputa, sino el comienzo de una controversia aún más encarnizada, que ahora también adquiría una importancia suprarregional.   

El emperador y el concilio

El emperador Constantino se enteró finalmente de esta disputa. A pesar de que el emperador consideraba que las cuestiones dogmáticas eran secundarias y daba más importancia al culto y al ethos, es decir, a la práctica de la fe, intervino en la disputa y convocó un concilio general en la ciudad de Nicea, en Asia Menor, en el año 325 d. C. 

Nicea estaba a solo 80 kilómetros al este de Constantinopla –sede del gobierno del emperador Constantino–, por lo que le resultaba fácil llegar a ella, pudiendo asistir a las reuniones de los obispos en cualquier momento. La asamblea se celebró en el palacio imperial de verano. Parece ser que un obispo, Osio de Córdoba, presidía las reuniones. Todo ello en estrecha relación con el emperador.

El dictamen de los 300 obispos 

El concilio comenzó el 20 de mayo de 325; ya no es posible determinar cuándo terminó, probablemente se extendió por uno o dos meses. Se dice que asistieron al concilio 300 obispos, la mayoría de los cuales procedían del este del imperio, mientras que solo estuvieron presentes unos pocos clérigos del oeste.

El concilio fue de gran importancia porque se enfrentó a las posturas de Arrio, las condenó e hizo declaraciones vinculantes sobre la relación entre el Padre y el Hijo. La fe y la posición teológica de Atanasio fueron las que más influyeron en las posturas adoptadas por el concilio de Nicea.     

El Hijo es Dios verdadero

Aunque Arrio también había descrito al Hijo como Dios, para él el único Dios verdadero era el Padre, en cuya divinidad tenían cierta participación el Hijo y el Espíritu Santo, que habían sido creados por el Padre.  Para Atanasio, lo importante era sobre todo la idea de la redención: solo el Dios verdadero, que se hace hombre, es capaz de conceder la salvación a la humanidad.

El concilio llegó al reconocimiento que sigue siendo vinculante hoy: el Hijo es “Dios verdadero de Dios verdadero; engendrado, no creado; de la misma naturaleza del Padre”. La confesión deja claro que no hay diferencia entre la divinidad del Padre y la divinidad del Hijo. La afirmación de que el Hijo es “engendrado” por el Padre no pretende señalar una sucesión, sino que ambos son iguales en su naturaleza. El Hijo no está subordinado al Padre, sino que es tan Dios como el Padre. 

Al convocar el concilio, el emperador Constantino “salvó a la Iglesia, profundamente amenazada por luchas internas y persecuciones externas”, explica el historiador de la Iglesia Adolf von Harnack. Y Atanasio “salvó a la Iglesia de la secularización completa de los fundamentos de su fe”. Había debilitado la influencia avasalladora de la filosofía griega sobre la doctrina de Dios y se había orientado hacia la historia de la salvación atestiguada en el Nuevo Testamento. 

El concilio había decidido, pero la disputa continuaba. Este es el tema de la próxima entrega de esta serie.

Antecedentes: la Confesión de fe de Nicea (325)

La Confesión de fe de Nicea, en la que se expusieron las posturas teológicas esenciales sobre la doctrina de Dios y la cristología en unas pocas frases significativas, dice:

“Creemos en un solo Dios, Padre todopoderoso, Creador de todas las cosas visibles e invisibles; y en un solo Señor Jesucristo, el Hijo de Dios; unigénito nacido del Padre, es decir, de la sustancia del Padre; Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero; engendrado, no creado; de la misma naturaleza del Padre; por quien todo fue hecho: tanto lo que hay en el cielo como en la tierra; que por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación bajó y se encarnó, se hizo hombre, padeció y resucitó al tercer día, (y) subió a los cielos, vendrá a juzgar a vivos y muertos; y [creemos] en el Espíritu Santo.

Y a los que dicen: hubo un tiempo en que no existió [el Hijo]; antes de ser engendrado no existió; fue hecho de la nada o de otra hipóstasis o naturaleza, pretendiendo que el Hijo de Dios es creado y sujeto de cambio y alteración, a éstos los anatematiza la santa Iglesia católica apostólica”.

Este texto contiene la Confesión de fe de que el Padre y el Hijo son Dios verdadero. Aunque se menciona al Espíritu Santo, no se dice nada sobre la relación entre el Espíritu Santo y el Padre y el Hijo. Esto recién ocurrió más de 50 años después en el primer concilio de Constantinopla (383 d. C.). 

Al final de la Confesión se condena a todos los que no aceptan esta doctrina. Se los “anatematiza” para subrayar el carácter vinculante de las afirmaciones sobre el Padre y el Hijo. Se expresa que la divinidad del Padre y del Hijo es una parte inquebrantable de la fe cristiana.  


Foto: Yevhen – stock.adobe.com

14 04 2025

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