
El debate sobre la creaturalidad del Hijo no terminó con el concilio de Nicea. Lo que no se consideró suficientemente en el concilio de Nicea fue la relación del Espíritu Santo con el Padre y el Hijo.
En el año 381 d. C., el emperador Teodosio I (347-395) convocó un concilio general en Constantinopla, la actual Estambul. Los obispos del Oriente del imperio volvieron a reunirse allí de mayo a julio del año 381 d. C. En este concilio se reafirmó la Confesión de que el Hijo es Dios verdadero y consustancial con el Padre. Al mismo tiempo, se definió con más detalle la posición del Espíritu Santo en relación con el Padre y el Hijo.
La Confesión de Nicea fue ampliada en Constantinopla para incluir enunciados sobre el Espíritu Santo: “Creo en el Espíritu Santo, Señor y vivificante, que procede del Padre y del Hijo”. La fe en el Espíritu Santo se asocia con la afirmación de que Él, al igual que el Padre y el Hijo, es “Señor”, es decir, verdadero Dios. El título “Señor” también indica que es una persona. El Espíritu Santo es el Señor de la vida, pues es vivificante, da vida. Es el Creador del nuevo ser del hombre, le da vida a través de los Sacramentos y es, por lo tanto, la base de la nueva creación.
En la Confesión de fe de Nicea-Constantinopla, la fe en el Dios trino, Padre, Hijo y Espíritu Santo, encuentra su expresión vinculante.
El significado ecuménico
La Confesión ampliada de Nicea, es decir, la Confesión de Nicea-Constantinopla, se convirtió en la verdadera Confesión ecuménica que une a cristianos de las más diversas tradiciones. Simboliza el hecho de que la fe cristiana está siempre vinculada a la creencia en el Dios trino. La doctrina de la Trinidad es una piedra de toque esencial para evaluar el carácter cristiano de una congregación.
Por ello, la declaración de la Asociación de Iglesias Cristianas afirma con respecto al jubileo de Nicea: “Los motivos que guiaron el surgimiento del dogma de la Trinidad siguen siendo fundamentales para la fe cristiana, la devoción cristiana y la reflexión teológica en la actualidad. Por ello es apropiado que el Consejo Mundial de Iglesias haya caracterizado en su constitución la confesión del Dios trino como base común de todas sus Iglesias miembros”.
El punto de vista nuevoapostólico
El Catecismo dice: “Las Confesiones de fe de la Iglesia antigua no van más allá de lo que revela la Sagrada Escritura, más bien lo resumen en palabras concisas y valederas. Por lo tanto, exceden los límites confesionales y representan –como el Santo Bautismo con Agua– un órgano que vincula a los cristianos. La Iglesia Nueva Apostólica se profesa a la fe formulada en ambas Confesiones de la Iglesia antigua: la fe en el trino Dios, en Jesucristo como verdadero Dios y verdadero hombre, en su nacimiento por la virgen María, en el envío del Espíritu Santo, en la Iglesia, en los Sacramentos, en la espera del retorno de Jesucristo y en la resurrección de los muertos” (Catecismo INA 2.3).
Sobre la Trinidad dice: “Dios mismo se reveló como Padre, como Hijo y como Espíritu Santo. Así, Dios se deja reconocer como el Trino. Esta automanifestación de Dios conforma el fundamento de la doctrina de la Trinidad”. Y finalmente: “El misterio de la Trinidad de Dios está expresado de diferentes maneras en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. Sin embargo, en la Sagrada Escritura no se mencionan el concepto ni la doctrina de la Trinidad. Esta fue reconocida y formulada en la Iglesia del primer tiempo basándose en testimonios bíblicos” (Catecismo INA 3.2).
Antecedentes: el texto de la Confesión
La Confesión de Nicea-Constantinopla, que –junto con la Confesión de fe apostólica y la Confesión de fe nuevoapostólica– se encuentra también en el Catecismo de la Iglesia Nueva Apostólica, dice así (Catecismo INA 2.2.2):
Creo en un solo Dios, Padre omnipotente, hacedor del cielo y de la tierra, de todas las cosas visibles e invisibles.
Y en un solo Señor Jesucristo, Hijo de Dios unigénito y nacido del Padre antes de todos los siglos: Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero. Engendrado, no hecho, consustancial con el Padre, por quien fueron hechas todas las cosas, quien por nosotros los hombres y la salvación nuestra, descendió de los cielos. Y se encarnó de María Virgen por obra del Espíritu Santo y se hizo hombre, y fue crucificado por nosotros bajo Poncio Pilato, padeció y fue sepultado. Y resucitó al tercer día, según las Escrituras. Y subió al cielo, está sentado a la diestra del Padre, y otra vez ha de venir con gloria a juzgar a los vivos y a los muertos; y su reino no tendrá fin.
Y en el Espíritu Santo, Señor y vivificante, que procede del Padre y del Hijo, [1] que con el Padre y el Hijo ha de ser adorado y glorificado, que habló por los santos profetas. Y en una sola santa Iglesia universal [católica] y apostólica. Confieso un solo bautismo para la remisión de los pecados. Espero la resurrección de los muertos y la vida del siglo futuro. Amén.
[1] La afirmación de que el Espíritu Santo también proviene “del Hijo” (“filioque”) no forma parte del texto original de la Confesión. La frase se introdujo en la Iglesia Occidental en el siglo VIII. Esto provocó un conflicto con la Iglesia Oriental, que hasta el día de hoy no acepta este añadido.
Esta disputa fue una de las razones de la separación entre las Iglesias Oriental y Occidental en 1054. De la Iglesia Occidental surgieron la Iglesia Católica Romana, las Iglesias Católicas antiguas y las Iglesias de la Reforma, y de la Iglesia Oriental surgieron las Iglesias Nacionales Ortodoxas.
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